La música ha formado parte de la liturgia de la Iglesia desde sus orígenes, como parte de las ceremonias y rituales, con el objetivo de solemnizar los actos y cultos, tanto en el interior de los templos como en los atrios, calles y plazas de las ciudades. Prueba de ello son las cantigas, gozos o motetes que desde antiguo se interpretan en diversas celebraciones, compuestas expresamente para ese cometido.
En las calles de Yecla estamos acostumbrados a escuchar numerosas y variadas composiciones musicales, como marchas triunfales e himnos, interpretadas durante las procesiones de alegría y de gloria, y procesiones patronales o devocionales. También se escuchan marchas fúnebres que encogen el corazón, al ser interpretadas con un sentido recio y sobrio como testigos instrumentales del momento solemne de la muerte.
Las capillas de música, las corales y saetas son otras maneras de expresar el sentimiento religioso del pueblo a través de la música. Estas manifestaciones musicales invitan en las calles a la oración, al recogimiento y a la reflexión. Han sido en su mayoría, escritas ex profeso para hermandades y cofradías en honor de sus titulares, o para el agasajo de un pueblo a sus festividades más tradicionales. Intercaladas con ellas, aparecen las piezas musicales interpretadas por las bandas de cornetas y tambores, cuya sonoridad sirve para marcar el paso durante el desfile procesional o para honrar a los pasos a los que acompañan.
La autoría de estas obras viene de parte de grandes músicos, consagrados y especializados; sin embargo, muchas de estas composiciones son obra de autores humildes y fervorosos, entusiastas y autodidactas, cuyo sentimiento de arraigo y devoción por los titulares de las cofradías les motiva a escribir piezas de meritoria calidad.
Es la música cofrade, la música que sirve para elevar la oración del pueblo fiel y creyente al cielo; y también la música que hace sentir al agnóstico y al decepcionado, porque al escucharla halla en ella la obra de arte creada por el pueblo y para el pueblo.